La economía viene operando con una inflación bipolar donde los precios libres (que son el 56% del IPC) se mueven a una velocidad del 50 a 60% anual y los precios controlados (son el 44% del IPC) lo hacen entre 20 y 30%. Esto marca una gran dispersión con atrasos muy marcados. El verano se perfila un poco caliente, más allá de lo que pasó y pase con la carne, ya que se anuncian ajustes teniendo por ejemplo a los combustibles siempre en la “pole position”. Al respecto es insoslayable que las subas de los combustibles arrastran a varios precios de bienes y servicios, y especialmente si los aumentos de las naftas se tornan o se descuentan recurrentes. Así se tiene, por un lado, la “micro” de la inflación donde el atraso en ciertos precios afecta la rentabilidad empresarial y al gasto público en subsidios. Pero por otro lado la “macro” de la inflación da cuenta que la necesidad oficial de pesos a financiar este año (déficit fiscal primario + intereses de la deuda pública + intereses a pagar por el BCRA) implica varios billones. Dado que el proceso de remonetización prácticamente se ha agotado y no se puede esperar mucho de la demanda de dinero, y con un BCRA anémico de reservas propias, tanto para intervenir como para aspirar pesos, y con un mercado de capitales doméstico pigmeo para buscar inundar de nueva deuda y un sistema bancario atragantado de Leliq, será el impuesto inflacionario quién tendrá un rol protagónico.
El Gobierno se enfrenta al dilema de optar por la aceleración inflacionaria versus el ajuste fiscal.
Fuente: Jorge Herrera – Ambito Financiero